Bialik, el maestro

Especial para Judaica

Por: Máximo Yagupsky

LA literatura hebrea moderna acaba de quedar huérfana de padre: Jaime Najman Bialik ha muerto! Una nube cubre nuestra frente toda vez que nos detenemos a pensar en la tremenda noticia que nos trajo el cable. El pueblo judío entero se ha quedado enlutado. La muerte se lo ha llevado sorpresivamente, prematuramente, cuando su genio creador se hallaba en plena fecundidad, cuando la luz de sus enseñanzas era más preciosa y necesaria, porque nos encandilaba sabiamente por el oscuro camino que conduce al resurgimiento de una cultura hebraica integral. Bialik es generalmente conocido como uno de los más grandes poetas de nuestro tiempo. Una aureola de gloria, justamente merecida, nimba su renombre de poeta del pueblo judío. Sus versos ardorosos, henchidos de amor a sus hermanos y animados de fuerza profética, trasponiendo los umbrales de la literatura judía, corren vertidos a otros idiomas, comunicando a otros pueblos el calor de su inspiración, la belleza de las tradiciones judías y la amargura y los padecimientos de su pueblo en el Galuth. Pero más que los que alaban su obra, los que la conocen, saben que si como poeta la historia le reserva el puesto más empinado, sus merecimientos como maestro, erudito de la añeja sabiduría hebrea, como lingüista estudioso y sabio conocedor de las letras hebraicas, le confieren el título de hijo de los más legítimos e inconfundibles de su pueblo. En poco más de setenta años de vida, la obra de Bialik ha llegado a ser tan vasta y variada, múltiple y fecunda, tan rica en resultados, que ninguna pluma, por más concisa que fuera, podrá agotarla en poco espacio. Es que conocer su obra significa conocer uno de los capítulos más extensos de la historia cultural hebrea. Desde las postrimerías de la Edad Media y durante todo el largo de los tiempos modernos, el sectarismo que dominaba a los pueblos de la Europa postró en un abatimiento angustioso a los judíos que entre ellos vivían, ajando la lozanía y marchitando las flores de una gran cultura propia y hebraica, como la que había surgido en Francia y principalmente en España, por obra de esclarecidos maestros como Rabí Iehuda Halevi, Ibn Gabirol, el ilustre Maimónides (Rambam), Rabenu Schlomo Itzki, apellidado “Raschi”, etc. Procedimientos inquisitoriales y antisemitas, movidos alternativamente por resortes políticos y económicos encaminados a hundir al pueblo judío en la sima de un cruel aniquilamiento, tendían un

manto negro sobre la cultura y la sabiduría judías, dejándola consunta, hechizada, casi sin sucesión, aislándola, relegándola a los sombríos claustros rabínicos. Más, así como su pueblo, así su cultura: en medio de las tinieblas resplandecía con lumbre potente y pura. Hijo de esos claustros era Bialik. Las sabias doctrinas del Talmud, infinitamente repetidas con melodiosa voz entre las desoladas paredes del “Beth Midrasch”, ejercieron poderosa sugestión en su alma de poeta. Las palabras de Rabi Akiba, de Rabi Janina, hundían más ahincadamente al “matmid” Bialik en los voluminosos libros de la Mischna, y haciendo penetrar sus ojos, más escrutadores, en el océano de las menudas letritas del Rambam y del Raschi, elevaron el espíritu del alumno a la altura de sus propios maestros. Este afanoso estudio de Bialik despertó en su alma un entrañable amor al Beth Midrasch. Con caracteres de fuego lleva impresa toda su obra la huella del espíritu religiosa del Beth Midrasch, extraño espíritu, apenas comprensible para los jóvenes de ahora. “Paredes del Beth Midrasch, paredes de sanidadesBaluartes del fuerte espírituFortaleza del pueblo de eternidades…” En sus poemas “Hamatmid”, “Meguilath Haesch”, “Im iesch es nafschejo Iedaath”, así como en otros no menos inspirados, palpita idéntico amor al Talmud, a sus maestros, a los profetas, en fin, cuyo estilo cultivó en sus estrofas más aladas. En la segunda mitad del siglo XVIII nace una reacción en las escuelas del Ghetto: la “Hascala” (“Ilustración”), con espíritus renovadores como Gordon, Smolenski, posteriormente Ajad Haám y Lilienblum, irrumpen en el Beth Midrasch y derribando el yugo de las viejas formas religiosas, abrieron por entre los escombros de la sofística y el “pilpul” los atajos para una nueva literatura hebrea, para el remozamiento de su cultura. Por cierto que esos esclarecidos valores lograron sus propósitos: la cultura se restauró y con ella la literatura perdió su languidez. Pero la literatura así restaurada, más bien que retoñar de su antiguo tronco, se diría que fue un injerto exótico lo que reverdeció en el jugo y en la savia de lo hebraico: dos corrientes idiomáticas se perfilaron entonces, la talmúdica y la hebraica pura, continuaba exagüe y penosa como consecuencia de su largo desuso. Cúpole a Bialik, en sus obras en prosa, originales y traducciones, (entre estas últimas merece destacarse especialmente la traducción del “Quijote”, en la que el idioma cobra tal galanura y belleza, comparable sólo con la que le dio Cervantes) –unir ambas corrientes en un cauce común, que han hecho hoy del hebreo, por obra suya, de Méndele, Frischman, Klausner, Rabnitzky y otros hebraístas, un lenguaje vivo y hermoso que fluye con la belleza y la fuerza de un surtidor lleno de gracia.

La renovación de los valores culturales que sobrevino como resultado del movimiento “hascalístico” desencadenó un fuego entre los estudiosos del Talmud en los Beth Midraschim o Ieschivath y entre los que queriendo restaurar la lengua hablada se entregaron a estudios lingüísticos y etimológicos de la literatura bíblica. El divorcio entre ambas tendencias se produjo y fue definitivo. Sobre los ricos tesoros del Talmud se ha echado una espesa capa de tierra y su camino, cubriéndose con los matorrales del olvido y del desdén pedantesco, hízose inaccesible para nuestras generaciones. El espíritu generoso y previsor de Bialik, comprendiendo el peligro que amenazaba al porvenir de las letras y del pensamiento hebreos, sin comunicación con sus fuentes genuinas y primarias, ha venido a poner su mano salvadora. Tendiéndonos un puente por encima de las cisternas quebradas de una literatura frívola y culterana, como lo son las enseñanzas de los doctísimos maestros del pasado. Raschi en su tiempo, Bialik en el nuestro. Raschi encontró a los estudiosos de su obra perdidos en medio de las honduras de la Mischna y la Guemara como en las espesuras de una selva intrincable y empeñó su genio en ordenar, en sistematizar y en facilitar su estudio con exégenesis y comentarios que constituyen hoy un caudal apreciable de enseñanzas. Bialik, en el cenit de sus años, miró en torno y vio a la joven generación hebraísta ajena al Talmud y cual un Raschi de su tiempo, poniendo silencio a su inspiración, encomendóse a la tarea de transvasar a un lenguaje llano y moderno, a la altura de nuestro pensamiento y al nivel de nuestra mentalidad, los seis libros de la Mischna. El maestro estaba lleno de energía, era humilde como un adolescente y laborioso como una hormiga. El año pasado vio la luz el primero de los libros de la Mischna, “Zeraim”, con sus notas, que son un modelo de claridad y de concisión. Esperábamos ansiosos los libros restantes y mucho más cuando vino a tocarle con su ala la muerte, tronchando ésta su obra gigantesca y trocando nuestra ansiedad en angustia y nuestra esperanza en profunda pena.

Publicación mensual “JUDAICA”

Director: Salomón Resnick

Buenos Aires, JULIO 1934 Nº 13