Significación de Bialik

Especial para Judaica

Por: Isaac Isaacson

¿Qué es la poesía? Potencialmente cada uno de nosotros es un poeta. Las alegrías y los sufrimientos, las canciones y los llantos, los vívidos colores del sol y la negra hondura de la oscuridad nocturna impresionan nuestro espíritu, suscitan pensamientos en el cerebro y agitan nuestra sangre. Sí, todos somos poetas en potencia. Y aún cuando cada individuo sea distinto del otro, poseemos, sin embargo, rasgos psíquicos similares, comunes a todos los hombres. Solamente nos falta la expresión, la palabra que dé forma a lo eternamente humano, el verbo que nos eleve de nuestro sitio. De este verbo está dotado el poeta, cuyo espíritu enciende chispas en sus ojos y cuyo poema nos hace hablar a nosotros, los mudos; el poema da expresión a nuestros sentimientos, nos evoca cuadros largo tiempo olvidados, nos obliga a revivir en forma más aguda y real lo que hemos sentido y observado sin haber podido, empero, cubrirlo con el ropaje de la palabra.

Ni siquiera el poeta, el poeta inspirado, puede expresarlo todo, y jamás está satisfecho de lo que crea. Y esto es, posiblemente, uno de los síntomas característicos de todo artista singular, sea poeta, pintor, músico, etc. el petulante y el grafómano afirman siempre que lo saben todo y que pueden expresar todo con facilidad. En cambio, Shelley y Puschkin, el pintor Messonier y otros muchos, grandes y pequeños artistas, se han quejado de las penurias de la expresión.

Este mismo sentimiento se observa varias veces en Bialik; el gran poeta se queja amargamente:

“Y perduró la oración tanto como su vida, mas no fue grata al Señor de los cielos; la oración que no imploraba le fue consentida y la que él pedía no la halló… Y su corazón imploraba, imploraba y murió en medio de la oración”.

El poeta cantó y plañió toda su vida, buscó una palabra, una última palabra que produjera un eco claro de sus dolores desenfrenados, mas tuvo que confesar que había alcanzado lo que no pidiera y no halló lo que buscara; buscó cantando y murió en medio de su cántico.

La misma impotencia, mejor dicho incapacidad, del gran poeta para dominar el mar de sentimientos salvajes que queman su cerebro y se abalanzan para salir a la luz; ese mismo hondo temor de desaparecer antes de formular lo substancial de su yo poético, está admirablemente expresado en otro poema de Bialik, escrito bajo la impresión de la muerte de un amigo suyo:

“Después de mi muerte me llorareis así: Hubo un hombre y ved: ya no existe. El hombre murió prematuramente y la canción de su vida se interrumpió junto a él. Y es lástima. Poseía aún otra canción, pero se perdió para siempre, se perdió para siempre”.

Nadie, nadie, ni Goethe, ni Shakespeare, ni Shelley, ni Puschkin, nos ha dicho todo lo que había querido decir. Y sin embargo mucho dijeron. Cada uno de los nombrados se desenvolvió, por así decirlo, en condiciones normales; eran hijos de pueblos sanos, mientras que todos saben cómo creció Bialik: el grillo le enseñó a cantar y la madre lo alimentó con pan amasado con lágrimas y, lo que es más importante para nosotros, su universidad fue la “yeschiva” de Wolozhin. He aquí cómo él mismo describe su proceso evolutivo:

“Sin luz ni linterna busqué con la pala en las cuevas obscuras, y removí día y noche vuestras tumbas, cavé buscando tesoros de vida debajo de ellas y por encima de ellas. Soy un fugitivo de las tumbas”.

Resulta, por consiguiente, mayor aún el prodigio de que sus cantos estén inundados de tanta luz. Con la sed de un minero que no ha visto la luz desde hace tiempo, con la sed de un judío del ghetto, errante y eternamente rechazado, sentíase atraído toda su vida por el sol:

“Encaminaos con la alborada hacia las montañas y hallaréis allí oro. ¡Oh vosotros, exterminados por la obscuridad, carcomidos por las tinieblas, orad al sol, al sol!” O bien: “¡Develad la luz! ¡Descubrid la luz!”. O bien el máximo acorde del himno al sol:

“Si en el cielo colgaras, Dios, siete soles, no podrías saciar mi alma, sedienta de luz. ¡Aumenta las luces, Dios luminoso, danos luz!”.

Tamaña veneración por la fuente de la vida, por el sol, es raro encontrarla en la poesía universal. Y más extraño aún es, o tal vez sea por eso mismo, que ella provenga del mismo poeta que cantara:

“Dicen que hay una juventud, ¿Dónde está la juventud? ¿Qué es el amor? Yo nada poseo, nada”.

Sólo el judío errante, ahuyentado en el curso de su historia hacia los sótanos más sombríos de toda especie de ghettos, desacostumbrado de una vida sana y natural, ha podido, al encontrar a su poeta, expresar tanta nostalgia por el sol, por la juventud, por el amor y la vida.

Gorki, hablando en el vigésimo quinto aniversario del comienzo de la actividad literaria de Bialik, comenzaba su artículo con estas palabras: “Un nuevo Homero han dado los judíos al mundo, otro gigante que se agrega a los que ese pueblo ha brindado a la humanidad”. En la traducción, escribía Gorki, las poesías de Bialik pierden la mitad de su belleza, y se lamentaba de no poder leerlas en el original. Claro está que precisamente por eso Gorki incurrió en una exageración al establecer aquel parangón, aunque más no fuera por el solo hecho de que Homero es una creación colectiva, como nuestra Biblia, sin hablar ya de otros motivos. Pero lo cierto es que Gorki, el formidable y cristalino artista, sintió intuitivamente la manifestación original de la energía poética hasta en las traducciones flojas, y expresó entusiastamente su admiración por el talento de Bialik. Porque Bialik es ante todo enteramente original:

“Yo no he tomado la luz del abandono, tampoco me ha venido por herencia de mi padre, sino que la he extraído de mi piedra y la he bebido de mi propio corazón”.

Con las poesías de Bialik hemos trabado conocimiento cuando fuimos estudiantes, hace una veintena de años. Más exacto sería decir: con sus poemas sociales. Sí, pues ¿qué otra cosa ha sido “En la ciudad de la matanza” o “Sobre la matanza”? ¿No es, acaso, una agitación social el enseñar a los débiles, a los perseguidos y marginados, a oponer resistencia al salvajismo humano? ¿No es “En la ciudad de la matanza” un eterno y sangriento documento humano de protesta contra la bestia que hay en el hombre, y no han incitado acaso sus poemas a una vida nueva?

Sí, eso ocurría antaño, cuando el sionismo poseía aún en sí la fuerza de un movimiento vigoroso. Pasaron los años, desplomáronse los cielos sobre nosotros, el mundo quedó sumido en la ruina y otro nuevo está en gestación. Pensamos, estamos seguros, que junto con la liberación del proletariado universal quedarán liberados también los diez y seis millones de parias judíos. Nuestra patria es la tierra toda y nuestros poetas nacionales son los grandes bardos de todas las naciones. Bialik ha servido más tarde a una sola clase, del mismo modo como Goethe sirvió siempre a una sola clase y como Shelley cantó, en el breve lapso de su vida, a la sociedad exenta de clases, pero lo esplendoroso y lo eternamente humano en los poemas de todos los poetas pertenece a todas las generaciones y a la nueva sociedad futura. Leyendas admirablemente hermosas, relatos espléndidos, perlas y brillantes, extrajo Bialik de entre las cenizas de la antigua literatura, y todo eso ingresará en el tesoro común de la humanidad. Sus actitudes políticas, que le ocasionaron muchos disgustos en sus últimos años, quedarán olvidadas, porque no como político vino al mundo y no fue ese su papel.

Bialik ha muerto. ¿Cabe llorar su muerte? Él mismo nos ha apuntado la respuesta:

“Las siete cámaras del infierno me quemaron en vida y me quemarán a mi muerte. Mancillad mi corazón, esparcid mis cenizas, pero no me bañéis con vuestras lágrimas”.

Publicación mensual Judaica, N.º 13.

Director: Salomón Resnick.

Buenos Aires, Julio 1934.