El discurso de Bialik en la inauguración de Har Hatzofim

El discurso de Bialik en la inauguración de Har HatzofimEl discurso de Bialik en la inauguración de Har HatzofimLa solemnidad y grandeza de esta hora nos ordena no degradarla ni rebajarla con palabras fútiles y livianas.

Aquí ante este foro, debemos reconocer con el corazón sincero y libre que esta casa, inaugurada hace apenas una hora en el Har Hatzofim por nuestro ilustre huésped Lord Balfour, no es más que un andamio, sin contenido aún, casi un nombre solamente. No es ahora más que un receptáculo que ha de ser llenado de un contenido y cuyo porvenir todavía descansa oculto en él, en la oscuridad del destino. Sin embargo estoy seguro de que el corazón del los millares de judíos de todos los puntos de la tierra, que ahora tiembla de alegría, les dice: la fiesta que estamos celebrando hoy en este lugar, no fue inventada por cualquiera sino que es en verdad un día grande y sagrado para nuestro Dios y para nuestro pueblo. Estoy seguro de que los ojos de miles de judíos que ahora se levantan en todas las partes del Galut hacia la colina, brillan con esperanza y consuelo y que sus corazones y cuerpos cantan una alabanza a Dios vivo con la bendición: “Nos has preservado y sostenido y hecho alcanzar esta hora”. Todos ellos saben y sienten que en este momento Israel ha encendido en el Monte Scopus la primera vela de la Jánuca de su vida espiritual. Hoy llegará la noticia a todos los dispersos de Israel que la primera estaca para la construcción de la Jerusalén espiritual ha sido hundida para nunca ser sacada. Porque dígase de lo que se quiera: este extraño pueblo, a pesar de los múltiples acontecimientos, (y precisamente por ellos) que, excitándolo, le sobrevenían día por día, hora por hora, durante dos mil años, para sacarlo de su mundo, para arrancarlo del aire y de las raíces de su vida; este pueblo, digo, presta con su cuerpo y su alma un servicio eterno al reino del espíritu. Aquí, en el dominio del espíritu, se reconoce a sí mismo como legítimo ciudadano, y en este suelo eterno está clavado con ambos pies para no moverse de aquí. Todas las cuarenta y nueve maneras de la impureza en el odiado Galut no cambiaron este significado; todos los cuarenta y nueve modos de sufrimientos, de miseria y de pobreza no modificaron esta disposición fundamental. Si bien tuvo que renunciar a la vida del momento a favor de la vida en la eternidad, aprendió en los días de la miseria y el destierro a subordinar las exigencias de la vida a las del alma y a doblegar los deseos materiales a los mandatos del espíritu. En este reino del pueblo de Israel se creó sus esenciales bienes e instituciones nacionales que los sostuvieron a despecho de la miseria de los dos milenios de sus peregrinajes y protegieron su libertad interior en medio de la esclavitud exterior. Fueron ellos que le dieron la fuerza de vivir y le permitieron alcanzar la fiesta de hoy de la inauguración de la Universidad sobre el Monte Scopus. La obra nacional de la educación en todas sus formas como el “Jeder”, la “Yeschiba”, el “Beth-hamidrasch”, era la fortísima muralla en los días de nuestra larga y pesada lucha por nuestra existencia, y por el derecho a nuestra existencia, como un pueblo propio y soberano entre todos los demás pueblos.

En las rugientes tormentas de los tiempos nos refugiábamos en los muros de estas fortalezas. Allí estábamos y forjábamos la única arma que nos quedaba, el espíritu judío, vigilando que no se embotase. No puedo dejar de citar aquí una frase de uno de nuestros sabios que no tiene igual en amargura y dolor. Cuando ese sabio llegó al lugar de la escritura que dice: “… y aún cuando estuvieron en el país de sus enemigos, no los detesté ni lo odié…”, entonces él dijo amargado: “¿Qué le quedaba a Israel en el Galut que no fuera detestado y odiado? ¿No le fueron llevados todos los bienes que le habían sido dados? ¿Qué le quedaba? Únicamente el libro de la Torá. Pues si no tuviera éste, no se diferenciaría en nada de los demás pueblos”.

A los ojos del pueblo, el concepto “Torá” ha llegado a una grandeza sin igual. En su representación la Torá se convirtió en una segunda realidad, una más pura y más elevada, junto a la verdadera realidad o también en lugar de ella. La Torá se trocó en el centro de las inquietudes y nostalgias (las secretas como las manifiestas) del pueblo en su Galut. El dicho “Israel y la Torá es uno” era más que un mero dicho. Difícilmente lo comprenderá un no-judío, y no lo puede entender puesto que la palabra Torá, en la plenitud de su contenido y de su contenido y de su significado histórico y nacional, no puede ser traducida en toda su extensión. Torá, en el pleno sentido de la palabra, no es solamente religión y fe, ni tan sólo ética, ni mandamiento, no es solamente sabiduría, ni tampoco la síntesis de todo esto , sino un concepto elevado e infinitamente superior a todo esto, un misterio que recibe su fuerza de las profundidades y alturas de lo inteligible. La Torá es una herramienta artística del creador; con ella y por ella creó el mundo. Ella precedió de la creación, ella es la idea suprema y el alma viva del universo. Sin ella el mundo no existiría ni tendría derecho a existir. “Más grande es el estudio de la Torá que la edificación del templo”. “Más grande es la Torá que la dignidad del sacerdote y del rey”. “Nadie es libre sino el que se ocupa del Torá”. “La Torá eleva al hombre y los pone encima de todas las obras”. “Un idólatra mismo que se ocupa de la Torá, equivale al Gran Sacerdote”. “Un descreído erudito vale más que un sacerdote ignorante”.

Durante casi setenta generaciones, jóvenes y viejos del pueblo de Israel se educaron en estas ideas y símbolos. Conforme a ellos construían sus moradas provisionales en el galut. Por ellos eran muertos y a fuerza de ellos renacían. La escuela elemental judía formo en los tiempos de la decadencia ininterrumpida dio a Israel algo como un sexto sentido para todas las cosas del espíritu: un sentido refinado y delicado que reacciona antes que los miembros que es común a casi a cada uno del pueblo. No hay ningún judío en el mundo que no experimente en todo su ser como la peor amenaza “que Israel no debiera ocuparse más de la Torá”. Hasta el más pobre y más humilde se sacrificara de la educación de sus hijos y deba para ella a menudo la mitad o más de su fortuna. Antes de rezar por sus necesidades físicas, el judío pide diariamente a Dios: “Quiera concedernos la gracia del conocimiento, del la comprensión y del juicio”. Y cuando nuestras piadosas madres, al encender la velas sabáticas, hablan con Dios, ¿cuál es su primera oración en esa hora sagrada?, “Tu voluntad sea iluminar los ojos de mi hijo con la Torá”. Y si Dios se revelara a una de estas madres en el sueño, como le pasó una vez al rey Salomón, y le preguntara, como en la Escritura: “Pide lo que quieras te dé”, entonces (de esto estoy seguro) contestaría aquella madre como a su vez contestó al rey Salomón: “No pido nada, ni riquezas ni poder. Pero, Señor del mundo, sea tu voluntad dar a mis hijos un corazón para comprender la Torá y la sabiduría, para distinguir entre lo bueno y lo malo”.

Señores, todos ustedes saben lo que se tramó en la última época contra estas fortalezas nacionales de nuestro espíritu. Éste no es el lugar ni ésta es la hora para hablar de eso. A pesar de toda la fuerza y tenacidad íntimas, a pesar de la las múltiples energías que el pueblo gastó para su construcción y su mantenimiento, ellas no pudieron resistir en el día del asalto: su plazo había vencido. Ante el juicio de la Historia se establecieron hasta las raíces, y nuestro pueblo quedó vacío sobre sus escombros. ¿No es ésta la maldición del Galut que no haya ninguna bendición, que no pueda haber ninguna bendición para la obra de nuestras manos? Por todas partes y en todos los tiempos sembrábamos una gran cosecha para no recoger casi nada. Cada ráfaga de viento que pasaba, castigaba en un momento sin dejar rastro, aquello por lo cual habían luchado manos y cabezas de las generaciones enteras. De la experiencia de estos penosos y duros sufrimientos, del desengaño de tantas esperanzas frustradas, como baldes de agua que innumerables veces nos fueron echados a la cara, nos llegó poco a poco el conocimiento de que sin una verdadera patria, sin un dominio nacional que nos pertenezca enteramente, nuestra vida no es una vida, ni en el sentido material ni en el espiritual. Sin una tierra de Israel, son un verdadero pedazo de tierra, no existe ninguna perspectiva ni esperanza para el renacimiento de Israel, donde y cuando fuera. Porque hoy nuestras ideas sobre la sobrevivencia del cuerpo y el espíritu nacional son diferentes: no separamos más al cuerpo del espíritu, ni tampoco al judío del hombre. Nosotros seguimos en nuestra opinión ni la de la escuela Schammai de que el cielo fue creado primero, ni la de la escuela Hillel de que primero fue creada la tierra, sino creemos que, según el juicio de los sabio, los dos fueron creados juntos, con una sola palabra de creación, y que el uno no puede ser sin el otro. En la conciencia del pueblo, la noción “cultura” ha ocupado – en cuanto a su significación extensa y humana – el lugar del concepto teológico de la Torá. Reconocimos que cada pueblo que quiere vivir honrosamente, ha de ser creador de cultura. No debe aprovechar solamente de la cultura, sino que tiene que producirla con sus propias fuerzas y según características. Y ¿quién puede negar la múltiple producción cultural de nuestro pueblo en los países de su dispersión? Me extrañaría que haya un lugar del mundo donde se haga cultura y que esté completamente libre de judíos. Cómo, sin embargo, en el galut la producción del judío es casi siempre expropiada por los otros, ella queda invisible y nunca se la nota en la cuenta que corresponde. De este modo nuestro saldo cultural acusa únicamente deudas; un solo déficit, sin crédito. Por lo tanto el pueblo judío del galut se halla en una situación falsa, siendo ante el juicio de la cultura según todos los indicios un pueblo que trabaja con herramientas y materiales ajenos, parece a los foráneos, y a menudo también a sí mismo, un parásito de la cultura, sin individualidad. Un pueblo con amor propio no puede conformarse a la larga con este papel. Cierto día vuelve en sí y dice a sí mismo: “Más y mejor me es una sola medida que es toda mía que nueve medidas de propiedad disputada. Mejor que un pedazo de pan seco, pero en mi casa y sobre mi mesa, que un buey cebado en casa y mesa ajena. Mejor una pequeña Universidad, pero completamente a mi disposición, enteramente mía, erigida por mí desde el fundamento hasta la cima, en vez de templos de la ciencia de cuyas limosnas me he de alimentar y donde mi aporte no es reconocido. ¿Qué sea pobre y amarga mi comida como las olivas, pero que pueda saborear una vez el dulce y soberbio gusto del cultivo propio!”

Esto lo sentimos y por esto venimos a este país. No buscamos aquí tesoros ni poder ni gloria; esta pobre y pequeña tierra ¿de dónde tomaría el poder para darnos todo eso? Nada exigimos sino encontrar aquí un terreno propio para el trabajo de nuestras manos y el esfuerzo de nuestra mente. Aún no hemos cumplido gran cosa aquí. Apenas hemos lavado nuestros pies del polvo de las muchas calles que anduvimos en los tiempos de nuestros peregrinajes y aún no nos mandamos nuestra ropa remendada. Seguramente pasarán todavía muchos años, años de penuria y de sufrimiento, hasta que hayamos curado este país desierto de la sarna de sus rocas y de la podredumbre de sus pantanos. Por el momento sólo vemos pequeños comienzos de la reconstrucción. Pero ya en esta primera hora sentimos la necesidad para la construcción de un lugar para el trabajo espiritual del pueblo Así es la naturaleza de este pueblo: no puede pasarse tres días sin la Torá. Ya en esta primera hora hay exigencias culturales que no pueden ser aplazadas y sin las cuales no podemos vivir. Y con todo tenemos encima una preocupación serie y agobiadora por el destino cultural de nuestro pueblo en los países de la dispersión. Pueblos jóvenes de ayer y de anteayer creen poder dejarnos morir de sed cultural, a nosotros, una nación vieja con una tradición de Torá de cuatro mil años. Por esto nos apuramos a encender aquí en el país de los padres, en el lugar de nacimiento de nuestro genio, la primera luz para la Torá y par las ciencias, para todo trabajo espiritual en Israel, antes de que se nos apague la última luz en los países extranjeros. Y esto se realizará en esta casa sobre el Monte Scopus, cuyas puertas se abren hoy.

Señores, una vieja agadá en Israel, dice que, un día, en los tiempos futuros de la liberación, las sinagogas y las escuelas del galut se arrancarán del sueño y marchará con sus terrones de tierra al país de Israel. Con toda seguridad, esta agadá no se cumplirá en todo su sentido literal. La casa de enseñanza para la Torá y para las ciencias sobre el Monte Scopus, es muy diferente del viejo Beit-Hamidrasch, tanto en los fundamentos de la construcción v como en el contenido y las formas. Pero, señores, entre las ruinas de aquellas casa sagradas hay todavía mucha piedras intactas, sillares fuertes, que pueden hacer fundamento y base de nuestro nuevo edificio. ¡Que los constructores no desprecien esas piedras! En esta hora sagrada rezo: “Quiera Dios que esas piedras no sean olvidadas. Quiera Dios que sepamos elevar la sabiduría y ciencia que saldrán de esta casa a la misma altura moral con la cual nuestro pueblo llenó su Torá. No merecíamos este día festivo si nos quisiéramos conformar con la mera invitación grosera de las obras de otros pueblos. Sabemos que la verdadera sabiduría arpende de todos. Las ventanas y puertas de esta casa están abiertas hacia los cuatro puntos cardinales para dejar entrar todo lo bueno y noble de la cosecha espiritual de los hombres de todos los países y todos los tiempos. Pero nosotros tampoco somos reclutas jóvenes en el reino del espíritu. Y aun aprendiendo de todos, también nosotros tenemos algo que enseñar. Estoy seguro de que llegará el día en que los fundamentos éticos en que se basaron nuestras escuelas de la Torá—y tal como son nombradas en la breve y maravillosa Beraita, Perek Kinyan de la Torá–, se convertirán en propiedad de la humanidad entera.

Señores, millares de nuestros hijos jóvenes que escuchan el llamamiento de sus corazones, afluyen de todos los países de la tierra a este país para rescatarlo de su desolación y su ruina. Están dispuestos a dar su alma y su corazón y a echar toda la fuerza de su juventud en esta tierra yerma para hacerla revivir. Ellos aran sobre tocas, desecan pantanos y construyen caminos entre cantos y júbilos. Estos muchachos saben cómo elevar el trabajo simple y rudo – el trabajo físico—al nivel de la alta santidad, al nivel de la religión.

Revista literaria “Davar”

Editada por la Sociedad Hebraica Argentina

Nª 98

Año 1963