En la ciudad de la matanza

Por: Jaim Najman Bialik

Ven, hombre, a la ciudad donde se hizo la matanza,

y entre el montón de ruinas y de escombros, avanza,

y mira con tus ojos y toca con tus manos

sobre la cal de muro, sobre el árbol, la piedra,

coágulos de sangre, de sangre espesa y negra

y fibras de cerebros y de miembos humanos.

Avanza entre hornos rotos y paredes deshechas

que como heridas muestran profundísimas brechas.

Por entre los cascotes trata de abrir camino

y sigue y te hundirás en un río de plumas,

que te circundarán como sucias espumas,

llevando hojas de un libro, partes de un pergamino,

cristales hechos trizas, mil señales de ultrajes,

destrozos que parecen la obra de salvajes.

Pero no te detengas. Sigue, sigue adelante

y verás las acacias de flor blanca y fragante,

solo que tantas  plumas se han pegado a la flor

y el olor de la sangre se ha mezclado a su olor.

Diríase un incienso extraño su fragancia

que al llegarte parece como si alguien escancia

en el cáliz de tu alma, el supremo placer

de una Primavera en pleno florecer.

Y gozas, aunque es grande tu dolor y tu ira,

y con mil flechas de oro desgarra el sol tu entraña,

y cada pedacito de vidrio que te mira

refulgente de sol, parece que se ensaña

en tu cruel padecer. Porque ha donado Dios

a la matriz terrestre, en vez de un hijo, dos:

una matanza y una primavera.

Pero no te detengas. Tu marchar acelera

y llegarás al patio de la casa en donde han

ultimado a un judío y a un can.

Sobre el mismo montículo y con el mismo hierro

les cortaron a ambos la cabeza.

Un cerdo come ahora al judío y al perro.

Ya mañana la lluvia hará  una buena limpieza

arrastrando la sangre mezclada a la inmundicia

para que no demande al cielo por justicia.

Se perderá la sangre en el ignoto abismo,

todo estará como antes, y quedará lo mismo …

Trepado te has ahora a los negros tejados

donde alienta el amargo espanto de la muerte.

El silencio te envuelve, y de todos los lados,

resquicios y agujeros, obsérvante pupilas,

pupilas mudas, frías …

Son almas de los mártires, que se  encogen, vacías

y en las sombras del techo hacen siniestras pilas.

Allí fueron halladas por el hacha homicida

y han vuelto a comtemplar, por vez postrera,

todo el  horror de su maldita vida,

todo lo vano e inútil de una muerte tan fiera.

Y, trémulas, se agrupan en los cien escondrijos,

mirándote con ojos terriblemente fijos.

Ojos que están clamando, con un trágico anhelo,

su vergüenza y miseria; ojos que

preguntan lo que nunca llegó al cielo:

“¿Por qué? ¿Por qué?” Y otra vez “¿Por qué?”.

Mas  los cielos no existen. Los cielos son los techos

con sombrías  arañas. Y ellas, las arañas,

fueron vivos testigos de horripilantes hechos

y conocen hazañas, muchísimas hazañas:

de un vientre triturado y con plumas rellenos;

de clavos en narices; de cráneos y de mazos;

de un hombre degollado pendiendo boca abajo

como un lacio pingajo;

de un lactante sin vida junto al helado seno

de su madre; y de un niño destrozado a pedazos

al exhalar su boca el no concluído “¡Madre!”.

¿Cómo quieres que el grito partido no taladre

sin cesar tu cerebro? ¿Que tanta angustia, tanta,

no deshaga tu alma? ¿Que el horror y la muerte

tu corazón no dejen ya para siempre inerte?

Mas detente. ¡No grites! Ahoga en la garganta

tu salvaje alarido,

y arráncate de allí, y huye afuera,

donde un sol estallante se derrama en la acera

y todo está como antes, todo está como ha sido.

Y vuelve a las tinieblas, y baja a los profundos

sótanos de las casas donde fueron violadas

puras e inmaculadas

mujeres de tu pueblo por follones inmundos.

A cada una, siete. La hija ante los ojos

de la madre, y la madre delante de la hija,

ya antes, y durante, y después del degüello.

Ven, palpa en las almohadas rastros rojos.

Ven mira las señales en la horrible yacija

donde se ha cometido el atropello,

donde se ha revolcado una bestia gimiente

llevando aún el hacha tinta en sangre caliente.

¿Y ves, hijo del hombre, aquel rincón oscuro?

Detrás de la barrica, apretándose al muro,

se hallaban, sin moverse, los padres, los hermanos,

los novios, los maridos. Se hallaban los cercanos

al lugar de la infamia. Oían el estertor

de los mártires cuerpos bajo miembros de seres

mezcla de hombre y de cerdo. Veían a sus mujeres

estremecerse, ahogandose de asco y de dolor,

y se estaban inmóviles mirando tal suplicio;

no se hundían los ojos, no perdían el juicio.

Tal vez oraban, trémulos; “Señor , que yo no muera,

Señor haz un milagro: librame de la fiera …”.

Si una de las mujeres de allí salía con vida,

destrozada por siempre, por siempre envilecida,

al esposo veía salir de su escondrijo

y correr hacia el templo, a fin de agradecer

el divino milagro y una pregunta hacer:

“Si a mi esposa retorno, ¿agravio a Dios no inflijo?”.

Ven, que te llevaré por sitios asquerosos,

por zahurdas, retretes … En estos hediondos pozos

fueron a refugiarse los claros descendientes

de aquellos macabeos de sagrada simiente.

Cobardes, apiñábanse hombre sobre hombre,

y entre fango y estiércol ensalzaron Mi Nombre.

Después de huir cual ratas, se estuvieron ocultos

como chinches, y luego como perros murieron.

Y cuando amaneció, con sus cuerpos sepultos

en grande suciedad, sus tristes hijos dieron.

¿Lloras y te avergüenzas? ¡No!. Haz rechinar los dientes

y ahoga tu dolor aunque revientes.

Al pié de la ciudad encuéntrase una huerta,

y a su lado el establo que  hizo de matadero,

donde, ahora, el ejército voraz y carnicero

de cuervos y murciélagos yace sobre la muerta

entraña de sus víctimas. Ebrios de sangre, ahitos,

se han tendido, colmados por fin sus apetitos.

Dispersas por el suelo se ven ruedas partidas,

y en sus cercos de hierro, visceras adheridas.

Cual dedos asesinos crispándose violentos

diríanse los ejes. ¡Hijo del hombre! Luego

de que decline el sol, entre sanguinolentos

jirones y entre nubes rojas como de fuego,

acércate al establo e introdúcete adentro;

sentirás de inmediato que te sale al encuentro

un abismo de miedo, un espanto infinito …

¡Terror! ¡Terror! ¡Terror! Alienta en las tinieblas,

se repta por los muros, y hasta el silencio puebla.

¡Pon atención! ¿No oyes? Brotó un ahogado grito

detrás de aquella rueda; y mira hacia aquel lado:

Se estremece danzando,un miembro mutilado …

Y oyen ayes sordos, mil gemidos dolientes,

y estertores de muerte, y rechinar de dientes …

Salen de los resquisios, salen de todas las hendeduras,

quedándose en el aire cuajados; y esa pena,

esa pena flotante, con fuertes ligaduras

al lugar te encadena.

Hay alguien mas adentro; el hado, el negro hado

que, de tanto sufrir, se arrastra fatigado.

Va errando en las tinieblas, pues reposo no halla;

llorar quiere, y no puede; rugir quiere, y se calla.

Una Shejiná trágica, una Shejiná ciega,

que agobiada de horrores, enferma de trizteza,

sobre los cuerpos mártires sus dos alas despliega,

y debajo de un ala oculta la cabeza

y en llanto sin palabras, hondamente, se anega.

Acércate a la puerta y ciérrala sin ruido,

y, humillando los ojos, quédate en ti sumidos;

y deja que penetre la pena en las vivientes

raíces de tu ser. Y cuando sientas muerta

en ti toda alegría, cuando quede desierta

tu alma para siempre, entonces las vertientes

amargas de la pena brotarán en tu seno:

Sentirás en la boca su maldito veneno,

te oprimirá en el sueño cual monstruosa visión;

y tú irás llevando la pena por el mundo,

guardada en lo profundo,

sin poder darle nombre, ni cauce, ni expresión.

La ciudad abandonada en silenciosa huída,

y, furtivo, deslizate dentro del cementerio,

y, en pie sobre la tierra ha poco removida

de las tumbas de mártires, húndete en su misterio.

Sentirás que tu pecho de sufrimiento estalla;

te agitarán temblores de angustia contenida,

mas tórnate de piedra, ¡hijo del hombre! y calla

aunque ganas te vengan de gritar tu suplicio,

como buey amarrado marchando al sacrificio.

No llores y no clames, pues eres impotente

como yo ¡hijo del hombre! Yo soy un rey caído,

yo soy un débil dios escarnecido,

y al mártir de mi pueblo, fruto de mi simiente

no puedo recompensarlo. ¡Soy tan pobre, tan pobre!

He venido a vosotros, muertos que yacéis sobre

la tierra como reses degolladas,

a pediros perdón. ¡Almas sacrificadas!.

Tristes muertos cubiertos de una eterna vergüenza,

¡perdonad mi miseria! Cuando vengáis mañana

a golpear a mis puertas, buscando recompensa,

yo os abriré, diciendo: “Vuestra llamada es vana;

si cuando estáis con vida, no soy fuerte,

menos lo soy, entonces, cuando os vence la muerte,

¿Para qué? ¿Y por quién? ¿Y por qué habeis muerto?

Vuestro gran sacrificio ha de quedar desierto.

Mi vieja shejiná oculta en las nubes su frente

y, transida de angustia, llora calladamente.

Yo también bajaré a regar con mis llantos

las tumbas donde yacen los huesos de los santos”.

¡Oh, verguenza y dolor! Di tu cual es mayor:

si esta negra vergüenza, o este brutal dolor.

Pero no digas nada. Sé mi testigo mudo de

que estoy de poder y de fuerza desnudo,

de que no tengo nada, sólo mi soledad,

mi agobio, trizteza y mi piedad.

Y cuando a ellos vuelva, ¡hijo del hombre!, lleva

el zumo de mi pena, y que el pueblo la beba.

Al ir dejando atrás la Casa Eterna

te alegrará la vista la hierba fresca y tierna

que crece en los senderos. Parece que presagia

temprana Primavera, pletórica de magia.

Y es un brotar de muerte, es semilla nacida

de carne de cadáveres.Tu arrancas un puñado,

diciendo: “Asi es el pueblo: como un tallo tronchado”.

¿Y acaso lo tronchado tiene vida?

Y a los otros retorna, a los que se han librado

de perder la existencia en el asesinato.

Están ahora reunidos en la Sinagoga,

y su río de lágrimas, al llegarte, te ahoga,

y, al escuchar su grito, su terrible ululato,

se te hielan las venas. Es un fiero lamento

que sacude los muros cual dasatado viento,

un lamento lanzado por retorcidas bocas

y por gargantas llenas de ansias locas.

Y piensas, de un terror sobrecogido,

que así aúlla un pueblo que se siente perdido.

¡Si! ¡está perdido! Mira su corazón:

es un árido yermo, una desolación;

cuando brota el mas leve deseo de venganza,

a florecer no alcanza,

y no afluye a los labios maldición.

¿No sienten sus heridas?¿no les afecta el daño?

¿Por qué, pues tal engaño?

Se golpean el pecho clamando: “¡Hemos pecado!”,

¿pero puede pecar el cacharro quebrado

o aplastadas hacinas de gusanos?

¿Qué quieren? ¿Por qué imploran?

¿Por qué agitan las manos?.

Que muestren a mis ojos su vergüenza y su mal,

y que crispen los puños en en salvaje anhelo;

que destruyen el cielo

y que echen

abajo mi sitial.

¡Hijo del hombre! Mezclate entre los congregados

y oye al “Jazán”  que ruge “¡Haz  por los inmolados,

Señor, por los pequeños! ¡por los niños de pecho!”

Su voz hace hace temblar las columnas y el techo,

y te eriza los pelos de la carne de horror.

Pero no dejaré que te alivies en llanto,

que tu grito se una al aullar de las gentes;

te ahogaré entre los dientes

tus ansias de clamor.

Que los otros profanes su íntimo quebranto.

¡Tu, el dolor te lo callas! Así perdurará

el duelo no expresado, y tu guardada lágrima

hondo en tu corazón se instalará,

y se irá construyendo poderosas murallas

de amargura, de odio, de rabia y de rencor,

y  crecerá cual víbora en su nido,

y os iréis uno al otro nutriendo con ardor.

Y cuando la serpiente haya comido

el odio, la venganza,

la amargura, el rencor,

rompe tu corazón, y la víbora lanza,

rabiosa, al propio seno

de tu pueblo, a que vierta en todos su veneno.

Ahora véte, y retorna luego a la sinagoga

cuando caiga la noche y finalice el duelo.

Ya el coro de los fieles su dolor no desfoga

en lágrimas y en gritos dirigidos al cielo.

La fatiga los vence, y aunque dicen los labios

las preces en voz baja, ya ni quedan resabios,

en el alma, de fe: ya no alumbra em sus ojos

la luz de la esperanza. No son más que despojos

como el pábilo humeante de una vela apagada,

como un viejo rocín de fuerza ya acabada.

¿Dónde hallar una dulce leyenda que mitigue

sus dolores?  ¿Que al  alma decrépita prodigue

claridad y alimento?.

Sube el predicador a la tribuna y reza

y su voz balbuceante por el gran desaliento

quiere untar con versículos la llagas supurantes,

mas no hay la fortaleza,

de la voz de Elohím en su apagada voz,

y no prende en las pobres almas agonizantes

ni  una chispa de fé. El mozuelo y el viejo

del trágico cortejo

han sido abandonados por la mano de Dios.

Ostentan en la frente la señal de la muerte,

tienen el pecho frío y el corazón ya inerte …

¡Hijo del hombre! ¡calla! No avives sus heridas,

pues todo roce sienten sus carnes doloridas.

Donde pongas el dedo tocarás llaga viva,

y temblar los verás en ansia convulsiva.

Ya  ha mordido el dolor las fibras de sus raíces,

y donde no hay roturas, hay anchas cicatrices.

Y no los vituperes, porque están muy caídos,

ni les dês tu consuelo, porque ya están perdidos.

Déjalos ir. Se abren las estrellas,

y el coro se disgrega tan sigilosamente

cual ladrones que evitan dejar huellas.

Mira como la gente

a su casa retorna, en los huesos la herrumbre,

y dentro del corazón angustia y podredumbre.

Mañana, cuando salgas a las calles,

verás abochornado, una gran muchedumbre

de hombres mutilados que, con quejas y ayes,

van golpeando en las puertas, vocingleros,

exhibiendo a los ricos, en agria gritería,

sus tragedias y males, como los buhoneros

hacen al pregonar su mercancía.

Unos muestranla sangre en las abiertas frentes;

otros,. sus brazos rotos. Tienden, desfallecientes,

sus manos suplicantes, y en sus ojos

hay algo de los hombres que han vivido de hinojos.

“¡Yo tengo un padre mártir, y una herida inmensa

en mitad de la frente! ¡Dadme la recompensa!”

conmuévese em los ricos la entraña bienhechora,

y a los pobres proveen de bolsas y cayados,

diciéndoles: “Partid en buena hora”.

Y ellos, los pordioseros, se sienten consolados.

Corred al cementerio, ahora, mendicantes,

los huesos de los mártires de allí desenterad

y llenad com los huesos los sacos infamantes.

Y luego echad a andar. De ciudad em ciudad,

de una feria a otra feria,

id mostrando a los pueblos vuestra súcia miséria

y a los pies de los altos y cerrados postigos

de las ajenas casas, cantad com ronca voz

canciones donde consten vuestros tristes sucesos,

donde claméis piedad por el amor de Dios.

Y tal como hábeis sido, seguid siendo mendigos

y seguid traficando com la bolsa de huesos.

¡Basta ya, hijo del hombre! Al desierto ahora huye

llevándote la copa que de congojas bulle,

y desgarra tu alma en mil fragmentos,

y ofrece el corazón a la sedienta boca

de la ira impotente.Y, en la pelada roca

deja correr tus lágrimas, y tus broncos lamentos

se unan al bramido de los furiosos vientos.

Traducción: REBECA MACTAS DE POLAK