Mi canto

Por: Jaim Najman Bialik

¿Sabes tú de quién aprendí yo a cantar?
Un pobre cantor lleno de humildad
se instaló en secreto en la casa paterna.
Vivia ocultándose en las hendiduras,
en los intersticios y rajas oscuras.
Y sabía sólo una estrofa eterna,
siempre modulada de manera igual…
Cuando en mi interior todo enmudecía
y en mi boca amarga lengua y paladar,
secos, se adherían, y la ola de llanto
dentro, en la garganta se me debatia,
el cantor venia con su extraño canto
a llenar de voces mi alma vacia.

Aquel cantor fue el grillo, poeta de la miseria.
Se asemejaba el sábado a una jornada sencilla;
la mesa sin pan y el vino santificados,

y, en vez de los candelabros, empeñados,
la luz de magras velas pegadas en la arcilla
danzaba en las paredes. Siete niños hambrientos
rodeaban, somnolientos,
la mesa, y nuestra madre oía con angustia
los cánticos sagrados de añeja melodia.
Y, con el alma mustia,

y humillado, y vencido nuestro padre servía
pedazos de pan negro y de arenque salado
con un viejo cuchillo, de filo ya embotado.
Nosotros masticábamos el pan reseco y soso,
pan de la humillación, con lágrimas mojado

y tragado de prisa, con gesto vergonzoso.
Después, acompañábamos al padre en la canción
con muerto corazón y con vientre sonoro.
Mientras que nuestro grillo se unía a nuestro coro,
modulando su estrofa en su oscuro rincón.

En las noches de lluvia, tinieblas y frío,
Un abismal silencio dominaba la casa,
y hasta el mismo vacío
soñaba, recogido. un sueño de aflicción.
Era el silencio horrible que la mísera amasa,
que extiende la estrechez, que alimenta el dolor,
gravitando en las almas de siete pequeñuelos
cuyos ojos hendían la honda desolación,
buscando, entre las sombras, la raiz de la pena.

En los rincones lóbregos. llantos y desconsuelo
sobre el horno apagado, el gato gemía;
ni una brasa de fuego, ni un grano en la alacena,
la panera vacía,

y ni un solo guisante en la marmita.
Entonces nuestro grillo de su cueva salía
y con su nota seca, desolada, vacía,
ibame, lentamente, royendo el corazón …

En su canto no había ni lágrimas, ni ira,
ni piedad, no consuelo…
Hueco como la muerte, como la atroz mentira
de vivir… sin sentido, como el dolor y el duelo…

¿Y sabes por qué un suspiro alimento?
Nos quedamos huérfanos, mi madre una viuda;
Las fuentes selláronse del diario sustento,
y se hizo en el duelo la lucha más ruda.
Mi madre vio al mundo árido y vacío.
huérfano también, y en viudez sumido;
la casa llorando en silencio sombrio,
ahogando la cólera y la compasión,

y hasta el propio péndulo de nuestro reloj
dando ahora más débil y triste el sonido.
“¡Oh, dueño del mundo!”, gritó la mujer…
“¡Oh, tú, que al caído le prestas sostén!,
ampara a mis niños como a los gusanos;
soy viuda. ¿Qué pueden hacer mis dos manos?”.
Después fue a luchar con la horrible miseria,
llevando su carne y su sangre a la feria.
Volvia a la noche, débil y vencida
por la grave carga,
y cada moneda era maldecida;
era humedecida con su sangre amarga…

Retornaba golpeada como un perro maldito,
y hasta la medianoche ardía la candela
pues la ropas zurcía. Su corazón ahíto
de dolor exhalaba la esencia del gemido,
y, cuando se movía la llama de la vela,
también se estremecía. hablándole sin ruido.
¡Oh, pobre desdichada! Me causa mucha pena
un corazón de madre de rabia corrompido,
tu boca, que de espumas ardorosas se llena
y, estallante, se abre en cruda maldición.
Y cuando recogerse, por fin se permitía,
durante mucho tiempo se sacudía el lecho bajo su débil cuerpo, y lúgubre se oía un rezo, un sollozo, brotando en su pecho. A mi cama llegaba el áspero rumor de su cuerpo en angustia, que el corazón me hería como la mordedura de un terrible escorpión.

Al alba, cuando oía a los gallos cantar,
se vestía en silencio a atender el hogar.
Yo quedaba acostado, y desde mi pieza oscura
su cuerpecillo escuálido veía por el vano
de la puerta entreabierta, curvado enteramente
sobre la levadura,
y moverse y moverse, sin término la artesa
a la luz de la vela, que ardía con flaqueza.
a cada movimiento de su angulosa mano

que la masa sobaba febrilmente,

un íntimo, un profundo

suspiro le brotaba. “¡Oh, Señor del mundo!
¡Dame fuerzas! ¿Qué valgo? Soy mujer y soy viuda…”

Entonces yo sentía que una lágrima muda de sus ojos cegados en la masa caía … Luego, en el desayuno, el pan nos repartía, el pan donde la lágrima se había introducido, y, al comerlo, en los huesos me quedó su gemido…

Poemas: versión de
Rebeca Mactas de Polak
Editorial Israel Buenos Aires 1949